jueves, 9 de julio de 2009

Pies de reves

PIES DE REVÉS


Hacía frío y aun estaba oscuro, muy oscuro. El canto de los gallos de Rufino sonaba distante, como avergonzados de sacarnos de la cama.


Emili aun dormía, pero Ana al parecer tenía rato gimoteando de hambre, ella era tan pequeñita que casi no emitía sonido mayor a su propia respiración, y aunque dormíamos los tres apretujados en la misma cuna no la había oído llorar. Me apuré por darle el tetero y desperté a Emili con mucho esfuerzo, ella sí que sabía llorar. Luego de haberlas aseado nos preparamos para bajar el cerro rumbo a la casa de la abuela.


Siempre traté de comenzar el descenso antes que saliera el sol, pero le tenía un miedo terrible a la oscuridad, mi aprensión era tal que siempre retrasaba la salida sin razón aparente, mis zapatos lucían el lazo perfecto, cuando brillaba el sol de la mañana, y sólo a luz plena conseguía abrir el candado y retirar la pesada cadena oxidada de la puertucha de madera roída.


Emili se negaba a ponerse otro vestido que no fuese el de siempre: ese vestido rosado al que se le desprendían los encajes y le quedaba como una camisa larga. También era imposible que se pusiera las cholas al derecho, porque según ella así eran más cómodas.


Maíta nos contaba que los duendes tienen los pies al revés y me daba miedo que mi hermana, tras esa manía, se convirtiese en un duende.


A los niños que no les habían echado el agua se los llevaban los duendes, por eso siempre y cada vez que podía las bañaba yo mismo, recordando echarles abundantes agua en las cabezas.


El camino era muy largo, por eso comenzábamos a bajar cuando apenas salía el sol, tempranito, y llegábamos listos para el almuerzo.


Ese día como todos los días, temí en cada recodo oscuro, temí por toda sombra y por cada ruido.
- Tranquila Emili no pasa nada, eso que suena es un gato.


- ¡Michu, michu! ¡Dindo! - Corrió ella escapada rumbo al ruido.


- ¡Espera Pipona! ¡Pa'llá no!


Pero no me hizo caso y continuó su desbandada rumbo al "malévolo" ruido.


¿Y si no era un gato ni nada de eso? Yo estaba seguro: era un duende, era un patas torcidas que la engañaba para llevársela a su casita y me dejaría sin mi negrita, quien decía "vérciale" cada vez que yo le pedía hacer algo.


- ¡No Emili, párate ahí ya!


Pero no me hacían caso ni ella ni mis piernas, no podía correr con la bebé en brazos y no podía correr con tanto miedo.


Tenía que hacerlo, debía hacer que se detuviese, tenía que invocar lo que más temíamos, más que al duende, más que a nada.


- ¡Párate o le digo a mamá que te miaste la cama! - Se lo grité.


Ella no dio un paso más, y reventó en el más desolado llanto. Sólo de pensar qué pasaría si mamá se enterase me rompía el alma y me hacía doler la espalda.


- No niña, no. Yo no digo nada. Aquí llevo las sábanas para que Maíta las lave y te juro que mamá no se enterará. Tranquila, te prometo que sí la engañamos hoy, hoy no se entera, hoy no nos pega.


Como me duele haberte mentido, pero ese día como todos los días mamá se enteró.

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